Junger

Gretha de Junger


Para ser sincera tengo que decir que cada vez que mi maestro me dice que estamos juntos por mi persistencia, me cabrea. ¿Qué quiere decir con eso? ¡Maldita sea! ¿Pretende que me sienta orgullosa de mi misma por tener la fuerza de voluntad de mantener mis sentimientos hacia él? Por esa regla de tres Junger Junggernauts debería servir de pasto sexual para sus fans incondicionales. Un cacho para cada una. Pero no, no es eso, él desprecia las palabras huecas. Yo le amo porque me resulta amable, porque su corpulencia de hombre me gusta, su indudable fuerza física, porque el tacto de sus manos me estremece, porque su voz me hace bailar de alegría, porque me consuela, no se asusta de mi yo combativo y me comprende, porque me espera, me enriquece con sus consejos y sus historias, porque hace mía su lujuria, y porque, a su modo particular, pudoroso en los sentimientos, él también me…

Hace varios meses que me he hecho cargo de la correspondencia de Junger, él solo atiende al editor. Continuamente llegan extrañas cartas de gente que quiere saberlo absolutamente todo sobre él. ¿Es cierto que Junger Junggernauts…? Yo respondo a veces, dosificando, cuando noto la ansiedad del remitente, algunos descompuestos, desasosegados, deshechos, jadeantes, siniestros, fatigados por saber – en su mayoría mujeres, incluso hay una americana locatis, con los ojos muy abiertos y fríos de color báltico y el pelo pobre, que escribe a menudo – enviándoles alguna fotografía de los cientos que Junger ha ido guardando de sus viajes durante años como reportero de guerra, e inventándome las respuestas a esas preguntas inverosímiles como la que devela sus secretos más oscuros. ¿Qué por qué lo hago? Para crear una leyenda. También me miento a mi misma recordando aquel día en que – nunca – me dijo “Gretha, eres la luz de mi vida”.

Ahora estoy esperando que él escriba la segunda parte de «El perfume de peonías», pero se toma su tiempo, lo hace con todo menos con el sexo. No tengo inconveniente en confesar que estoy expectante, incontinente incluso, y que sospecho que nunca lo hará, tal es mi impaciencia (con el alma en un hilo que acabase en el “fuese, y no hubo nada”). Él prefiere leerme a mí, su bolchevique, lo cual me produce cierto tormento – no vaya a ser que me compare con aquella amante genuflexa extrema -, y tal vez pasear hasta el restaurante de los portugueses donde, en su terraza, siempre encuentra viejos amigos con los que charlar – sus amigos, esas criaturas míticas, soldadescas, bebedoras y zumbantes – mientras lía sus cigarrillos de picado entrefino que alterna con los farias toreros y unas cervecitas, ahí, a la española, con patillas castizas, cubriéndose del sol con su elegante sombrero borsalino. Este es el pueblo perfecto para descansar de la vorágine de la ciudad, y tal vez también para escribir mensajes como éste que serán lanzados al oleaje del mar en botellas vacías, como lo es amarse en unas vacaciones tórridas y alunadas.

Pero Junger Junggernauts tiene sus propios códigos, y no me queda otra que esperar a que acaben las entrevistas, a que acaben los gintonic sus amigos, a que se acaben las hojas de su libreta de notas, o a que una noche se siente a mirarme mientras yo esté durmiendo y ame mi pelo revuelto, mis bragas metidas entre las nalgas, mis uñas lacadas, y mi desmadejado cuerpo, que puede tomar cuando quiera porque es suyo

Gretha de Junger

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