La hospitalidad
Conocí por casualidad a una pareja de chicas vascas, muy hippies. Le tramité el alquiler del sexto piso en el edificio donde vivía. Por las mañana a la mayor, la quitaba El País del buzón y se lo comentaba a bolígrafo, luego se lo dejaba de nuevo. Me dijo que la encantaba. Era profesora de Matemáticas y tenía un amable novio abogado. Yo la visitaba de madrugada, borracho, a hacerla el amor durante horas hasta dejarla exhausta y dormida.
Cuando se iban a su pueblo, me dejaban las llaves de su casa, donde subía a mis aventuras y regaba las plantas.
Una vez llevé al traductor S y al diplomático F. La chica de la autoescuela, Azu, aceptó que la entregara a otro e hizo feliz al traductor.
Egoísta debo confesar que no es la suave placidez de este sol glorioso del cual gozaba en esa terraza lo último que me hacía subir a verlas. Contemplar su actividad -bailar, preparar clases de matemáticas o fumar- le hace a uno sentirse descansado y silencioso.
Ahora se agitan seminaturales sobre las terrazas y balcones, frente al objetivo de mi cámara, suaves y libres, las hippies del sexto. Las vecinas cotillean orgías que ellas sueñan sin hacer. Atentamente te reciben y hablan. Están allí en hospitalidad general y plena, en compra-venta de cariño y humanidades. En un momento desaparecían para maquillarse, auténtico arte practicado ritualmente con el rigor majestuoso de los iniciados. Todo me cruza ahora por la mente, bajo este sol de abril, generoso y lacio.
Ella nos ocultaba que tenía también de amante a Santi. Excepto su novio, todos lo sabíamos.

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