Bromeábamos sobre citas y encuentros pero no acudí, tiempo después me dijo que ella fue a todos. Uno de ellos sí me sonó real. Ignoraba aún si aquello era una broma. Subí nervioso las escaleras con mi cumpleaños reciente y dudé un rato, a oscuras ante su puerta, antes de llamar. ¿Y si al abrir veía la sorpresa en su rostro? Nervioso como en una primera cita llamé a la puerta de su casa. Me recibió con una minifalda de cuero y comprendí que me esperaba. Al verla vestida para seducir, una leve sonrisa iluminó su cara y con los ojos me dijo que no era un chiste recurrente, sino una realidad.

Estábamos solos. Comenzamos a hablar, yo más bien a escuchar. La música fue derritiendo el hielo y la vergüenza. Bailamos, era la mejor excusa para tocarnos, esperando ambos hasta dónde llegaba el otro. Respondió de forma instantánea. La besé, la pasión me encendió. Medio desnudos caímos en su sofá. Para su sorpresa la dejé terminar con una felación y sin coito. Era un animal sexual que sabía lo que hacía pero sin pasión, con un deje de ironía. Su fino sentido del humor que denota inteligencia rápida y acerada.
Era brillante, inteligente, habladora y trabajadora. Me dio mucho, aunque creo que su matrimonio le había creado algunos tics de desconfianza que llevaba a nuestra relación. Tampoco yo llegaba a nuestras citas ligero de equipaje.
En los siguientes encuentros traía botas altas y medias. Me advirtió que si un día llegaba con medias cortas, puaf, significaba que no le importaba ya.
Me gustaba deslizar mis manos en su sexo. La pasión me devoraba, ella prefería la suavidad. Se sentaba sobre mí, de espaldas, y me follaba acariciando mis testículos. Los días que llegaba más apasionada eran los que había habido una fiestecilla en su oficina. Venía chispada y me invitaba a aprovecharme. En una ocasión la sodomicé por detrás, sin vaselina ni preparación. Noté su dolor y abandoné.

En otro momento, bajo una lluvia otoñal intensa, la puse contra la pared de una calle y la poseí de pie, empapados por el agua y el deseo. También la masturbé en un bar mirándola fijamente.
Quería convencerme de ser sujeto pasivo y dejarme hacer. La tentación era enorme porque ella sabía lo que hacía pero me pareció siempre egoísta y no pude abandonarme así. La gustaba llevarme del cielo al infierno y viceversa, aunque quizás no era plenamente consciente de ello. En el lecho sus palabras me hacían daño. Cuando se las recordaba, tiempo después, apenas podía creerse haberlas dicho. Necesitaba mucho amor y yo no soy ducho en saber expresar mis sentimientos más que a través de la piel. Fui parco en palabras y en gestos. Ella también se escondía tras su sonrisa o unas palabras frías. Durante el acto liberaba mi mente y mi garganta y susurraba en su oído.
Nuestros encuentros se extendieron a otros mundos. En la red me enviaba trozos de ella que me volvían loco de deseo. Con ella solía enterarme tarde y mal de las cosas. De sus celos increíbles, de sus venganzas en brazos de antiguos amantes, de sus sospechas infundadas. Un día de repente desapareció, dejó de hacerlo y de comunicarse así conmigo. Nunca me dio una explicación.

Era una pasión guadiana, aparecía y desaparecía. Cuando más la necesité, hundido, no supe de ella. Cuando volví a levantarme, volvió a aparecer. No era una mujer para la derrota sino para la victoria, parecían predicar sus hechos. Era una buena madre, esposa y amante. Pero era más que todo eso, había una parte de ella, oculta por la niebla de la vida cotidiana, que despedía destellos.
Cuando dudaba de mis sentimientos, la miraba y la recordaba que seguía deseándola una década más tarde y eso era, de forma evidente, más que un capricho de los que tuve tantos antaño. Su lejanía terminó con nuestra cercanía. Recibí un vídeo suyo años más tarde y no contesté.
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