A Rosa la conocí en una fiesta de la asociación. Juan de Medicina me dijo que “tragaba”, puse cara de entendido y me armé de valor ayudado por la descarada oscuridad de la sala. El heroísmo consistió en pedirla una cita ese mismo día. No la besé bailando porque no tenía idea de cómo se hacía ninguna de las dos cosas. Tenía yo 14 años.
Era una muchacha que amaba la vida y estaba llena de hormonas y de ganas de creer en algo. Tenía un cuerpo hermoso y ágil. Cuando estábamos separados por las vacaciones me escribía largas cartas. Nos besamos por primera vez en el parque de la Villa de París. Nuestros rostros se aproximaron atraídos irremisiblemente hasta el beso. Nos buscamos rincones y lugares donde tocarnos con la alegría del sexo adolescente y pasión, algo poco frecuente en otras mujeres donde el sexo es seguridad, cálculo o monedero.

La recuerdo silueteada con el sol a su espalda junto al parque de la Arganzuela, un vestido de talle fruncido y falda en vuelo que tenían todas las chicas de Madrid entonces. La recuerdo recorriendo conmigo la ciudad, vestidos de azul por las calles de la agonía de Franco; en casa de una amiga cómplice, que estuvo de novia con mi compañero de clase Faustino, nos tocábamos sin saber, al menos yo. Ni idea. Pero una pasión desbordante y un dulce embeleso encendían y a la par relajaban mi cuerpo, entregado al imperio de los sentidos. Ella, más sabia, me hizo derramarme por primera vez y unas cuantas más. Tenía algo de lo que carecía yo: experiencia de pajillera en un pueblo de Segovia. Lo ignoraba cuando la explicaba, pensaba que por primera vez, los mecanismos teóricos de la erección del varón.
Vecinas indignadas nos han echado de terrazas, de patios, nos han tirado algún cubo de agua cuando nuestra pasión se derramaba por los muros de su vecindad. El agua era para los dos, los insultos se ceñían a Rosa ignorando al hombre, ignorándome en sus maldiciones. Ríe, Rosa, las obras de la M30 han acabado con ese edificio cercano a la glorieta de Pirámides.
Una tarde lloraba y Rosa no se quería ir por no enfrentarse a sus padres, se le habían roto las gafas. Otra volvió y me confesó su infidelidad en Riofrío. La dejé muy digno y estúpido, en el Puente de Toledo, sin saber que la emoción que me embargaba bajo su mano ágil como un pájaro e imprecisa como una abeja no se repetiría jamás. Ella fue la respuesta a una tarde donde mi ofuscación crecía ante los dibujos de La Codorniz ignorando todo de las exigencias sexuales. Las poluciones nocturnas eran difíciles de explicar pues correspondían a sueños donde besabas a la vecina de barrio o conocida más insospechada. Te ocupabas más de ocultarlas que de preguntar por ellas.
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